Cuando este concepto se aplica a la persona humana, conduce a separar a los seres humanos en categorías, de tal modo que quienes no cumplan los requisitos que impone la cultura estándar son sistemáticamente descartados y situados en el ámbito de la marginalidad.
Por Mons. Juan Ignacio González
Abogado, Obispo de San Bernardo
Con gran acierto, el Papa Francisco ha introducido el concepto de “cultura del descarte” para definir nuestro actual modo de vida, que antepone el “consumir y tirar” y que prefiere buscar el confort y el placer inmediato, potenciado por la publicidad y la industria de la obsolescencia programada. Cuando este concepto se aplica a la persona humana, conduce a separar a los seres humanos en categorías, de tal modo que quienes no cumplan los requisitos que impone la cultura estándar son sistemáticamente descartados y situados en el ámbito de la marginalidad. La cultura del descarte es un atentado a los derechos humanos que, mientras se predican para algunos, se quitan para otros. Es también una bomba de tiempo en la base de la cultura occidental cristiana de la cual formamos parte.
Esta problemática se ha visto potenciada por la expansión del pensamiento individualista, que se funda en el “yo” como centro y desprecia la natural disposición de la persona hacia “el otro”, especialmente del que sufre o está indefenso. También encuentra su fundamento en la pretensión de que aquello que está bien o está mal está directamente relacionado con su formal aceptación democrática.
Estamos en medio de una batalla cultural de proporciones, uno de cuyos hitos esenciales es el aborto y la eutanasia. Es particularmente grave que sea la primera autoridad de una nación la que promueva tales iniciativas, como sucede con el presidente Boric. Llamado a ser el primer defensor de los derechos fundamentales, se convierte en instrumento del más grave atentado contra los mismos. Hay en ello una cierta pertinacia maligna que no se condice con su misión y que refleja cómo la ideología se ha adueñado de sus convicciones hasta esfumar la lógica del bien común.
“Esta problemática se ha visto potenciada por la expansión del pensamiento individualista, que se funda en el “yo” como centro y desprecia la natural disposición de la persona hacia “el otro”, especialmente del que sufre o está indefenso”.
Mientras las ciencias médicas cada día afirman con más fuerza científica la realidad de que el embrión es un individuo humano diverso de la madre y del padre que lo engendró, se intenta a todo evento introducir el aborto. ¿Quién con un juicio racional se atreve a seguir sosteniendo que el embrión es parte del cuerpo de la madre? Mientras el mundo entero ha crecido en el respeto a los mayores -que son los más afectados por las leyes de eutanasia- se promueven procesos legislativos que van por la vía del descarte de quienes, por razón de edad o enfermedad, se nos presentan como “inservibles”.
Conocemos bien ya los efectos que el aborto produce en la mujer (y muchas veces en el hombre). No solo el provocado sino también el espontáneo. Las heridas permanecen y no pueden ser curadas fácilmente por las ciencias psicológicas o psiquiátricas. Pero entre nosotros, el mismo Jefe del Estado promueve un desprecio a la vida cuyas consecuencias todos sabemos que son graves y él mismo debería conocer.
¿Cómo salir de esta encrucijada en que nos pone quien conduce el país? Es verdad que se requiere un diálogo y la capacidad de comprender las posturas de otros, pero como todo proceso humano hay límites y esos deben ser también concordados. Ya lo habíamos hecho y una prueba reciente de ello fue el rechazo al primer proceso constitucional, en gran parte producido por el intento de introducir el aborto en la Constitución. Proponerlo ahora es un desprecio a la voluntad popular tan cercanamente expresada. Pero la ideología puede más que la realidad.
Es necesario buscar soluciones a las situaciones ciertamente trágicas que se esconden detrás de los casos de embarazos no deseados, violaciones con consecuencias o enfermedades del que vive en el seno materno. Pero esa solución no es la eliminación. El presidente propone caminos simples, pero no lo son. El presidente debe tener la capacidad de comprender las consecuencias de sus propuestas para el futuro de Chile, para mujeres concretas y reales. El presidente debe saber que, como consecuencia del aborto, el sufrimiento de la mujer es vivido en absoluta soledad. El duelo es bloqueado y el dolor pasa a ser “enterrado”, pero éste busca salir a la luz y aparece en la superficie bajo distintas formas: pesadillas, insomnio, tristeza, enojo, depresión, sensación de vacío, pérdida de sentido de la vida, etc. Se trata de todos aquellos síntomas que nos hablan de la presencia del trauma posaborto.
“Mientras las ciencias médicas cada día afirman con más fuerza científica la realidad de que el embrión es un individuo humano diverso de la madre y del padre que lo engendró, se intenta a todo evento introducir el aborto”.
Más allá de la política de los cálculos de apoyo o rechazo con que algunos intentan explicar el paso dado por el presidente, está la racionalidad de nuestro proceder. Tenemos la capacidad de comprender las realidades humanas, tenemos los recursos para encauzar las dificultades y los medios para evitar las tragedias. No puede, por tanto, la ideología imponerse a la realidad. Y tenemos el derecho a que quien ha sido investido de la máxima autoridad busque caminos que traigan la paz a las personas y a la sociedad y no nos lleve por caminos de tragedia y de lágrimas.
“Es necesario buscar soluciones a las situaciones ciertamente trágicas que se esconden detrás de los casos de embarazos no deseados, violaciones con consecuencias o enfermedades del que vive en el seno materno. Pero esa solución no es la eliminación”.
Porque el aborto “es un delito abominable y constituye siempre un desorden moral particularmente grave; lejos de ser un derecho, es más bien un triste fenómeno que contribuye gravemente a la difusión de una mentalidad contra la vida, amenazando peligrosamente la convivencia social justa y democrática” (CDSI 233). Al final, la cultura del descarte es contraria a aquella norma elemental de nuestra convivencia, que el mismo Dios quiso entregarnos: No matarás. “La Escritura precisa lo que el quinto mandamiento prohíbe: “No quites la vida del inocente y justo” (Ex 23, 7). El homicidio voluntario de un inocente es gravemente contrario a la dignidad del ser humano, a la regla de oro y a la santidad del Creador. La ley que lo proscribe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes. (CAT 2261)