El encierro de más de dos años por la pandemia, sumado a altos niveles de delincuencia y violencia por doquier, sin duda que ha dañado nuestra vida psíquica. Si a ello le sumamos que estamos ad portas de una tercera guerra mundial con consecuencias difícil de prever; ni hablar los efectos económicos que todo esto tiene para las personas y sus familias.
Este tema lo hemos querido abordar en profundidad porque toca la esencia de las personas y resulta muy perturbador, además, para las relaciones humanas en todos los ámbitos en los cuales nos desenvolvemos.
Es más que evidente, y lo podemos ver por nuestra propia experiencia que estamos más irritados, son muchas las personas que comen por ansiedad y duermen poco y mal.
Todo lo que implique generar espacios de fraternidad entre nosotros es fundamental. Ello no se puede hacer por decreto. Es el resultado de las acciones de cada uno de nosotros en el modo de hablar, de relacionarnos con los demás y de reaccionar a los desencuentros que suelen darse en la vida.
Estos hechos no son aislados. Se dan a todo nivel de la sociedad, a toda edad y en todos los estratos sociales. Lamentablemente quienes se ven más perjudicados son los pobres por el alto costo de las atenciones siquiátricas y sicológicas.
Hoy más que nunca tenemos que volver a una vida más a escala humana y sobre todo a volver a recuperar los espacios de vida social y familiar perdidos.
Sin duda que quienes somos creyentes vemos en Dios un gran referente para poder recuperar la fraternidad perdida porque nos reconocemos como hijos de un mismo Padre que nos ama y nos cuida.