Como ser humano, como chileno nieto de migrantes, como católico y arzobispo de Concepción siento vergüenza e impotencia por la muerte de tres hermanos venezolanos en un container mientras se procuraban algo de calor.
Duele ver la indiferencia frente a esta noticia que confirma que la sociedad está gravemente enferma. Es tan esquizofrénica que conviven, con la mayor naturalidad, migrantes que mueren en condiciones infrahumanas y la publicidad que anima a comprar hasta departamentos en Miami.
Nos hemos ido a acostumbrando a que las personas mueran en la calle de frío y de hambre y por otro lado se presente ostentación bajo todas sus formas. El esfuerzo que hacemos como Iglesia para apoyar al migrante, a la personas sin techo, a los ancianos abandonados, a los niños vulnerados en sus derechos es notable. Pero duele la indiferencia y la desidia de una sociedad que claramente perdió el rumbo al desentenderse de estas realidades.
Las distancias entre un pequeño grupo de personas que copan los medios de comunicación social con sus sesudos análisis y el inmenso grupo que no saben si van a comer o no mañana, si los van a atender frente a la urgencia de sus múltiples problemas, o si van a amanecer vivos mañana es inmenso.
Acortar la distancia es urgente y el camino es uno solo: salir de uno mismo, ampliar la mirada y apostar por una solidaridad clara y efectiva.